Albert Camus
A mediodía, sobre las laderas medio arenosas y cubiertas por
heliotropos como por una espuma que hubieran dejado al retirarse
las olas furiosas de los últimos días, miraba el mar, que
a esa hora se agitaba apenas con un movimiento fatigado, y
calmaba esa doble sed que no se puede engañar mucho tiempo
sin que el ser se seque, quiero decir amar y admirar. En no ser
amado sólo hay mala suerte: en no amar hay desgracia. Hoy en
día todos morimos de esa desgracia. Porque la sangre, los odios,
descarnan el corazón; la prolongada reivindicación de la justicia
agota el amor que, sin embargo, la hizo nacer. En el clamor en
que vivimos, el amor es imposible y la justicia no basta. Por
eso Europa odia el día y no sabe más que oponer injusticia a
la injusticia. Pero para impedir que la justicia, hermoso fruto
naranja que no contiene más que una pulpa amarga y seca, se
agoste, volvía a descubrir en Tipasa que había que guardar intactas
dentro de uno mismo una frescura y una fuente de alegría; amar
el día que escapa a la injusticia y volver al combate con esa luz
conquistada. Volvía a encontrar allí la antigua belleza, un cielo
joven, y ponderaba mi suerte, comprendiendo por fin que en
los peores años de nuestra locura el recuerdo de este cielo no
me había abandonado nunca. Era él quien, para concluir, me
había impedido perder la esperanza. Yo había sabido siempre
que las ruinas de Tipasa eran más jóvenes que nuestras obras en
construcción o nuestros escombros. El mundo empezaba allí
cada día con una luz siempre nueva. «¡Oh, luz!», ése es el grito
de todos los personajes enfrentados, en el drama antiguo, a su
destino. Ese último recurso era también el nuestro y ahora yo
lo sabía. En mitad del invierno aprendía por fin que había en
mí un verano invencible. (1953)