sábado, 22 de marzo de 2014

La muerte de don Blas el paragüero

Carlos Salazar Herrera


Don Blas era paragüero y se parecía bastante a un paraguas. Es decir: don Blas, a fuerza de vivir entre paraguas, confundíase físicamente con el medio en que vivía.
Insistimos: nuestro personaje era serio como un paraguas.
¿Ha visto usted algo más serio que un paraguas?
Era, pues -seguimos hablando de don Blas-, flaco de carnes, oscuro de piel, largo de figura y dueños de una estupenda nariz aguileña. 
Vestía invariablemente de negro y, como es de suponer, sus trajes le venían harto holgados, como un paraguas cerrado. 
bueno, con decirle a usted que hasta su nombres era onomatopéyico, si imitamos el sonido que produce un paraguas cuando se abre violentamente: ¡Blas!
No queda, siendo así y según sospechamos, la menor duda de que nuestro paragüero era semejante a un paraguas, de puño a pincho.

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Antes de entrar en materia, todavía hemos de referirnos, en algunas líneas, a otros aspectos relacionados con nuestro buen señor, para una mejor reseña que conduzca al cabal entendimiento de esta breve y sentimental historia.
Don Blas -puro y transparente como un vaso de agua llovida- era solterón, carente de familia y cumplido administrador, tanto en su taller de reparaciones paragüerile, como en su metódica y rutinaria vida de poco menos de cincuenta inviernos.
Su única inquietud eran los largos veranos, que menguaban los intereses de su negocio, y su mayor regocijo el estrépito de un torrencial aguacero.
Ahora sí, ya conocemos a don Blas en figura; someramente su carácter, y a continuación veremos cómo una chica, sin la mejor culpa, fue la causa que dio al traste con una perfecta organización humana.

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Pues resulta que don Blas se enamoró hasta las varillas de una linda vecinita y claro, a sus años - los del paragüero-. una pasioncilla es tremenda; tanto más, como que nuestro personaje era bastante tímido y como tal, jamás se atrevió a obsequiar a tan delicada criatura ni siquiera con un requiebro que, sin duda, lo pondría en ridículo; y eso, ¡de ningún modo!
La joven ignoraba que había movido los más íntimos sentimientos del paragüero; con todo y que las mujeres suelen advertir cuando mueven a su paso, así sea un ladrillo del pavimento.

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Pues bien, don Blas... murió de un aguacero.
¿Cómo así?
Verá usted:
Cierto domingo tuvo lugar un desfile carnavalesco, y nuestro hombre decidió concurrir al alegre espectáculo. Asistiendo a él, a la sazón de pronto e inesperadamente comenzó a llover y, al abrir el paraguas, vio entre la multitud y a pocos pasos de distancia a su amada vecina, desprovista de sombrilla o impermeable alguno.
La ocasión era asaz fortuita para ofrecerle un oportuno servicio mediante un gesto de cortesía, amén de un pretexto para entablar conversación con su idolatrada.
Con los primeros goterones llegose gentil donde su vecinita, a brindarle la protección de su paraguas; refugio que aceptó la chica con regocijada gratitud.
La lluvia arreciaba y don Blas, por guarecer del chubasco a la damita cuanto fuera posible, recibía sobre sus espaldas buena parte del aguacero; así como los chorros que caían por las puntas del varillaje, si que le importara un bledo mojarse, dada la satisfacción de prestar atención aquella gratuita merced.
El chaparrón se convirtió en fenomenal turbonada, como tal violencia que dispersó en pocos momentos el desfile, cuyos espectadores se peleaban por ocupar los pocos taxis que estaban en servicio.
Don Blas y su protegida resolvieron caminar hasta sus respectivas casas, ubicadas no muy lejos de la calle del carnaval.
El paragüero llegó a la suya hecho una sopa, estornudando estrepitosamente y calado hasta la armazón.
El resfriado se complicó de tal modo que, al cabo de tres días terminó para siempre aquella laboriosa existencia.
A las cinco de la tarde lo enterraron y, entre la media docena de acompañantes en el sepelio, solo hubo unos ojos que se humedecieron: los de Rosita, tal el nombre de la vecina del galante paragüero.

***

¿Y qué más...?
¡Poca cosa!
La noche, salpicada de estrellas se abrió sobre la tumba como un inmenso paraguas que estuviese lleno de agujeros.